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miércoles, 17 de junio de 2009

GARCIA MARQUEZ VA AL DENTISTA



García Márquez va al dentista

En siete años, Gabo nunca llegó tarde a su cita con el odontólogo; ésta es la macondiana historia secreta de una sonrisa, contada por quien tuvo en sus manos al autor de “Cien años de soledad”.

La consulta del doctor Gazabón estaba en un barrio de Cartagena de Indias de adecuado nombre: Bocagrande.
La tarde del 11 de febrero de 1991, el doctor Jaime Gazabón abrió una puerta de su clínica dental de Cartagena de Indias y descubrió a Gabriel García Márquez tan solo como un astronauta en su sala de espera. Recuerda que eran las dos y media de la tarde, y que el paciente había llegado puntual a su primera cita. "En siete años nunca llegó tarde", me dijo el dentista una tarde de 1999 al contarme su historia íntima con el escritor más famoso de la tierra. Aquella primera vez García Márquez había llegado hasta su consultorio en su automóvil con chofer, en un barrio de la ciudad cuyo nombre es perfecto para el oficio de odontólogo: Bocagrande. En la mesa de centro sólo había literatura de consultorio de dentista, unas cuantas revistas para disimular la espera antes de ingresar al cuarto de salud dental, y música de fondo con efectos sedantes. Cuando el odontólogo salió a recibirlo, el escritor acababa de completar en forma manuscrita la ficha de su historia clínica. "Nombre del paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación?: Paciente vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de pago. Si es casado, ocupación de su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para qué compañía trabaja su esposa?: Ya quisiera yo saberlo. Nombre de la persona responsable por el pago del tratamiento: Gabo, el hijo del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor?: Molestia sí, el dolor vendrá después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al doctor?: Su fama universal".
Fue todo lo que García Márquez escribió en aquella primera dramática visita que tarde o temprano todos hacemos al consultorio de un dentista.
Los primeros siete años de consulta el odontólogo trató a García Márquez con el respetuoso vocativo de maestro. Luego empezó a llamarlo compadre. El doctor Gazabón recuerda que, luego de enterarse de que su esposa estaba embarazada de su sexto hijo, García Márquez le preguntó con el entusiasmo de un cura recién ordenado: "¿Y cuándo lo bautizamos?". Jaime Enrique de Jesús iba a ser su primer hijo varón. Pero el odontólogo no entendía entonces esa pregunta del novelista. Según Gazabón, alguien que había vivido en México le explicó que en ese país, donde el escritor ha vivido por décadas, el honor de ser padrino se pide a los padres y no al revés. El día del bautizo, García Márquez y su esposa, Mercedes, fueron los primeros en llegar a la iglesia.
No creo que nada sea casual me dijo el dentista . Fue un bautizo macondiano.
Aquella ceremonia no parecía haber sido la primera coincidencia familiar. El doctor Gazabón recuerda que las familias de ambos habían sido vecinas en el barrio de Pie de la Popa y que la hermana de García Márquez iba a jugar a casa con su hermana. Por entonces el dentista era un bebé de un año y el escritor debía ser un veinteañero, alguien que andaba mamando gallo, ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte contra toda solemnidad. Eran de generaciones distantes: cuando García Márquez ganaba el Nobel, Gazabón hacía un postgrado de Rehabilitación Oral en la Ohio State University. La primera vez que el ilustre paciente visitó la casa de quien iba a ser su compadre, recuerda el dentista, el novelista entró por la puerta principal y salió por la de la cocina para saludar a las muchachas de servicio.
Desde que García Márquez lo visitara en su consultorio dental, la vida del doctor Gazabón sufrió una metamorfosis. Sus amigos le enviaban libros para que García Márquez se los dedicara. Unas palabras. Una firma. Un garabato. Por favor. Las señoras le rogaban fotografiarse con él. Una sola vez. Un minuto. Por favor. El dentista era invitado a leer un fragmento de "Cien años de soledad" en el Museo Naval de Cartagena. Los pacientes que llegaban al consultorio dental veían colgado en una pared, arriba del sillón negro donde se acostaban, un cuadro con una fotografía del paciente ilustre y su odontólogo envidiado. Así, todos sabían que García Márquez iba donde aquel dentista. ¿Pero cómo había llegado García Márquez hasta allí?
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Una noche de septiembre de 2004, tiempo después de haberse mudado a Florida, el doctor Jaime Gazabón abrió un maletín negro que guardaba cerrado con una clave de seguridad. Estaba de pie, frente a la mesa del comedor de su nueva casa, revolviendo algunos objetos de la amistad con su compadre García Márquez. Aún había cajas por abrir, una señal de que su mudanza a Estados Unidos todavía no acababa. En el comedor, por debajo de una mesa, se paseaba Blackie, un perro pincher en miniatura de quien el dentista decía que sólo le faltaba hablar, y en las paredes de su casa colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica Ángela Schiappa. El dentista y su familia se habían mudado a Tampa, Florida, luego de haber tenido que partir de Cartagena, donde él y su esposa eran militantes evangelistas de la Comunidad Cristiana de Fe. Ambos solían predicar en barrios populares donde no eran bienvenidos por la guerrilla. En los meses posteriores a la mudanza, el doctor Gazabón aún no podía ejercer en Florida de odontólogo, y por entonces trabajaba de ceramista dental en un laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un escultor de dientes de porcelana.
Luego de abrir la clave de seguridad de su maletín, el dentista extrajo de él una bolsa de terciopelo azul, una de esas donde los joyeros guardan metales preciosos en miniatura para protegerlos del maltrato del tiempo. Aquella medianoche de otoño de 2004, en uno de los cuartos de su nueva casa en Tampa, su hijo menor, Jaime Enrique de Jesús Gazabón, se había quedado dormido. No pude entonces preguntarle nada sobre Gabriel García Márquez, su padrino de bautizo. Tenía siete años, pero cuando lo bautizaron era un bebé y entonces no podía recordar más de lo que sus padres le habían contado. Esa noche, después de que su hijo se había quedado dormido, el doctor Gazabón parecía estar dispuesto a mostrarme lo que no me había confiado cinco años atrás, aquella tarde en que lo conocí en su consultorio de Bocagrande. El odontólogo guardaba un secreto en esa bolsa de terciopelo azul.

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No fueron nada novelescas las razones que llevaron a García Márquez al consultorio de Gazabón. El dentista recuerda que un odontólogo de Bogotá había operado una corrección en la dentadura del escritor y que, luego, éste le recomendó buscar al ortodoncista Luis Eduardo Botero para continuar su tratamiento en Cartagena de Indias. Era una operación de rutina. Sólo parecía necesitar a uno de esos especialistas que mueven dientes en mala posición y los devuelven a su lugar normal. El ortodoncista pudo colocar los dientes de García Márquez en su sitio, pero le diagnosticó un dolor periodontal. En buen castellano, un dolor de encías. Era la especialidad del doctor Gazabón y el ortodoncista se lo recomendó. Fue así como aquella tarde de febrero de 1991, el dentista descubrió al hijo del telegrafista en la sala de estar de su consultorio de Bocagrande, en el instante en que éste escribía los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había entregado su secretaria, Onira Madera.
Fue como un mandato de Dios me dijo Gazabón trece años después, en su casa de Florida.
Durante las consultas, García Márquez se volvía más terrenal cuando hablaba de política. Un día el dentista se atrevió a comentarle algo sobre Dios.
Gabo hizo lo que cualquier persona recordó Gazabón . Dio un muletazo y pasó a otro tema.
El dentista entendió que debía evitar a Dios en sus conversaciones con el novelista. Pero la pregunta metafísica era qué diablos iba a hacer el dentista con sus recuerdos cuando García Márquez se muriera.
Uno nunca sabe me dijo, escéptico . Hasta uno se puede morir antes que él.
Los dentistas no van al cielo le advertí.
Fíjate que yo sí voy respondió.
No estaba mal saber que uno va siempre hacia alguna parte. Sentirse un hombre bueno parecía ser la única soberbia en el doctor Gazabón. La última vez que atendió a García Márquez la tenía apuntada en su historia dental: 20 de enero de 1999. Fue un miércoles. El dentista también recordaba haber recibido una llamada telefónica suya en diciembre de aquel año apocalíptico.
García Márquez se iría de Cartagena de Indias al siglo siguiente. Por entonces, un cáncer linfático se asomaba a su vida. Según el dentista, hubo incluso un rumor de que el cantante Julio Iglesias quería comprar la casa del escritor. Antes de mudarse a Estados Unidos, el doctor Gazabón dice haber dejado una carta a uno de los hermanos del escritor con el expreso pedido de que él la leyese. También, una caja de galletas que solía preparar la suegra del dentista. Esa noche de otoño de 2004, en una Florida de huracanes, el doctor Gazabón me dijo que aún no había recibido ninguna respuesta.
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No había razones obvias para explicar por qué García Márquez lo eligió su dentista y luego su compadre. El doctor Gazabón era un dentista de provincia. En los estantes de su consultorio de Cartagena de Indias no se asomaba ninguna novela, apenas clásicos de la dentadura anglosajona, como "Periodontal disease", "Occlusal problems", dolorosa literatura para odontólogos. El doctor Gazabón no había leído la novela "Anestesia local", de Günter Grass, ni el cuento "El dentista", de Alfred Polgar. Ni un episodio de "Memorias del subsuelo", de Dostoievski, donde éste escribe sobre la voluptuosidad de un dolor de muelas. Menos aún "Experiencia", un libro de memorias de Martin Amis, donde el inglés narra sus angustiosas visitas al dentista. El doctor Gazabón había leído el poema "Desiderata", que por entonces colgaba de una pared del consultorio, por encima de un mueble con enjuagues bucales y dentaduras postizas. En mi visita de 1999, sobre su escritorio había una calavera y no tenía nada que ver con Hamlet. Era la escenografía de un sacamuelas, el lugar común de la castración dental.
El doctor Gazabón tenía una teoría elemental: García Márquez lo había elegido su compadre para romper la rutina de famoso. "La gente se olvida de que Gabo es un ser humano", dice. Pero la gente también se olvidaba de que Gazabón era un ser humano. Le preguntaban, por ejemplo, cuánto se podía cobrar a un compadre como él. "¿Podría decir quién lo recomendó al doctor?: Su fama universal", había escrito García Márquez en esa ficha de historia clínica de su primer día de paciente.
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El doctor Gazabón solía hablar de García Márquez con admiración, familiaridad y sin falsas reverencias. Esa noche de otoño en Florida, contaba anécdotas del Premio Nobel de Literatura mientras revisaba el maletín negro donde guardaba sus más íntimos recuerdos bajo clave. La historia clínica del paciente García Márquez, retratos de familia con García Márquez, recortes de prensa sobre García Márquez, una muela de García Márquez. Sí. El tesoro del doctor Gazabón era un molar con tres raíces y una incrustación de oro. Sólo por saber que había pertenecido al señor García Márquez, aquella muela adquiría una apariencia de ficción y, en consecuencia, lucía más horrenda en el acto de extraerla de su bolsa de terciopelo. Ver cualquier muela fuera de su boca hace que uno pasee su lengua para verificar si las suyas siguen allí, dispuestas aún a masticar y morder. El molar de un genio se ve tan espantoso como el de cualquiera y crea la ilusión de que todos somos iguales bajo las tenazas de un dentista.
Pero una muela de García Márquez en tus manos es más que eso: es la historia secreta de una sonrisa.
Desde años atrás en García Márquez ya habitaba cierta inexplicable predilección por el tema dental. Había dedicado algunos episodios de su obra a lo indefenso que uno puede ser ante un dolor de muelas y a la fascinación que puede causar una dentadura. En "Un día de éstos", uno de sus cuentos más memorables, Aurelio Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado por cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre.
Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde y Gazabón es un odontólogo con título. Años después, en "Cien años de soledad", el novelista escribió un episodio premonitorio de su primera visita al odontólogo: "Vieron (los habitantes de Macondo) un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano". En resumen, Melquíades terminó sacándose los dientes y envejeciendo de pronto, pero luego se los puso otra vez y sonrió con el poder restaurado de su juventud. Sí. El hombre envejece cuando sus dientes no se reponen. García Márquez lo sabía bien. Perder un diente era también una metáfora de la caída del poder.
No había sido el primer escritor en fascinarse por las muelas. Joyce y Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir los cincuenta años, y no se ahorraron palabras para retratarlas en sus libros como algo más que un rasgo fisonómico. Martin Amis, otro escritor del club de los desdentados, ensayó en su libro "Experiencia" una explicación sobre la comunidad de escritores de dientes postizos: "¿Qué más tenían en común Nabokov y Joyce aparte de la pésima dentadura y una soberbia prosa? El exilio y décadas de una precariedad económica cercana a la indigencia. Y una compulsiva tendencia al exceso. Y la desmedida sumisión que merecidamente les inspiraban sus esposas". Cualquier parecido con García Márquez era pura coincidencia.
Es como un dios de la literatura me dijo Gazabón esa noche en Florida . Todo el mundo está interesado en cualquier cosa que hace. Estoy seguro de que Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó entre nosotros.
El último día que lo vio en su consultorio de Cartagena de Indias, recuerda que el único diente que le faltaba a García Márquez era la muela del juicio. Pero aquella primera tarde de 1991, en su consultorio de Bocagrande, Gabriel García Márquez tenía una caries y el doctor Gazabón había decidido operar: le inyectó anestesia local, le extrajo un molar, suturó la herida, y tiempo después colocó un implante en su lugar. Según él, García Márquez nunca se quejó. Sin embargo, desde esa primera cita hubo una pérdida. En la historia de la literatura, sucede siempre: Homero fue ciego, a Cervantes le fallaba un brazo, García Márquez tenía caries.
El hilo dental es más importante que el cepillo me advirtió el doctor Gazabón.
La Vanguardia /The New York Times Syndicate
(*) Julio Villanueva Chang nació en Lima en 1967, es periodista y escritor, y ha dirigido hasta hace pocos meses la revista peruana "Etiqueta Negra". Este año publicará "Un extraterrestre en la cocina", antología de sus crónicas y artículos. Una primera versión de "García Márquez va al dentista" apareció en "Etiqueta Negra" en noviembre de 2004.

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