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lunes, 27 de julio de 2009

cuento de Hugo Fernando Bahamón



LA LUZ APAGADA

Aquella noche, esas calles se mostraban vacías, solas, sin vida. Pero al fijarmos un poco más, sobre los andenes de cemento agrietados y cascados por el olvido, logramos observar algunas ratas que asomaban sus hocicos entre varios montones de basura, en procura de alimento. No sólo éstas se hallaban presentes; también se encontraban, a unos metros de la basura y alejados de las luces, unos cuantos vagabundos, tumbados en el suelo, hediondos en alcohol y otros olores tan propios de esa fauna urbana, con las miradas perdidas e insensibilizados por algún alucinógeno. El frío, que ya nos agobiaba, parecía no verter efecto en ellos. Puedo asegurar que no repararon nuestra presencia.
Luciano y yo nos movíamos sigilosos. Desde que nos encontramos, varias calles atrás, no habíamos cruzado palabra. Entonces quise romper aquel silencio asfixiante, deprimente, intolerable. Ese silencio que absorbía todo el ruido de la ciudad, que absorbía nuestros pasos y los transformaba en frío; en desasosiego. Intenté decir algo pero Luciano, llevándose un dedo sobre los labios, me indicó que no lo hiciera. Enseguida callé, herido en mi orgullo y vi que me observaba con un gesto de reproche. Pero luego, convirtiendo su voz en un susurro, dijo que no es prudente que hablemos en estos lugares, porque además de cualquier peligro natural, era probable que nos estuvieran vigilando. Agradecí su deferencia ofreciéndole un cigarrillo, que rechazó al instante. Pensé que era por la marca, que no era fina, no tenía estatus; pero entonces volví a ver esa mirada odiosa que me reprochaba. Omitiéndola, encendí el mío, y empecé a sentir, a intuir, en cada aspiración de plomo y nicotina, que ese hombre era un gusano. Y que de seguro él no me veía a mí como algo mejor. Cuando terminé el cigarrillo ya no tenía ninguna duda: Luciano era un gusano.
El insecto, dando unos pasos cortos, se abrochó aún más la chaqueta y me habló con un hilillo de voz que negaba su naturaleza. Es cierto, ya habíamos avanzado algunas calles y nos encontrábamos inmersos en la nada, en medio de esa otra ciudad que nunca aparece en los noticieros ni en las guías turísticas, donde –lo sabíamos- sí habría mucho que temer. Me miró con petulancia y empezó a interrogarme acerca de mis trabajos anteriores: con quién había trabajado; qué “técnicas” prefería usar; desde cuando estaba en esto; y así...
Intenté impresionarlo con mis respuestas. Rebajarlo para poder aplastarlo, pero no lo logré. Había trabajado con fulano y con mengano, los mejores del país. Prefería usar un arma de fuego, ojalá una Pietro Beretta 7.65. Llevaba varios años en el negocio. También en el exterior, un par de veces. Y así. Fingió meditar mis respuestas y pausadamente me dio su aprobación, con un ligero movimiento de cabeza. Pero yo sabía que él, perro viejo, de alguna manera me había descubierto, aunque no lo dijo. El muy gusano sabía arrastrarse bien en las agónicas luces de la calle.
Opté por seguir su juego. Ya tenía razones para odiarlo –y lo venía haciendo hace rato- pero, era obvio, él sería la persona con la cual debía llevar a cabo el trabajo y tendría que confiar en él. Y por supuesto, él en mí. Luciano, hombre de 1.90, espalda ancha, cabello profundamente negro y cara de filisteo, tenía la cancha, la experiencia; el recorrido. Yo sólo tenía la necesidad, el apuro. Empecé a buscar la manera de desquitarme de él, de las circunstancias, de mi suerte, pensando en ello mientras nos acercábamos a la Casa, donde se nos darían las últimas instrucciones -nombre de la víctima, costumbres, dirección- y un adelanto en efectivo.
Una neblina tenue, insulsa, vino a recordarnos el frío anticipado de la madrugada y el deseo de haber estado más abrigado. De haber estado lejos de aquí, en un lugar donde no tuviera que estar entre escoria; donde no tuviera que andar con insectos que se creían hombres. Niquelados. Alienados. Perdidos.
Camuflados entre la niebla, esta vez fui yo quien le preguntó sobre su vida; sus trabajos, sus gustos personales, su familia, tratando de encontrar la forma de colarme por una grieta de su alma y tenerlo en mis manos cuando lo quisiera. Pero su arrogancia natural impedía cualquier tipo de confianza. Me respondió que un profesional jamás revelaba esa clase de asuntos a nadie. Lo repitió varias veces con énfasis, con ironía, para mostrarme lo que yo era: nadie. Sin embargo, sí me confió que este sería su último trabajo. Pasara lo que pasara, jamás volvería a hacerlo ni por dinero, pues ya he ahorrado lo suficiente, ni por ideales porque ninguna ideología, cierta o falsa, merece otro muerto de mi parte, ni por mujeres. Ni siquiera por honor, si es que este alguna vez se obtiene. La información fue suficiente. Desde ese momento no necesité saber mucho más sobre Luciano, el gusano, para ayudarle a perder el honor, si es que este alguna vez lo obtuvo.
Después de un buen trecho, logramos divisar la Casa al final de una calle ciega y maloliente. La Casa no tenía colores porque no recuerdo ninguno. Pero era la única con una luz en el exterior; una débil farola en el desvencijado frente de madera y bareque. Las demás casas de esa calle eran oscuras, mortuorias, ruinosas. Todas abandonadas al mismo estilo y a la misma suerte.
El sonido de una sirena, unas cuantas calles atrás, alertó a Luciano. Se detuvo enseguida y colocando una mano sobre mi hombro, me obligó a hacer lo mismo. Me arrastró de manera brusca hacia el portal de una de aquellas casas y allí, agazapados, pude ver la desesperación en su rostro: el terror. En cambio él no supo fijarse en mi sonrisa.
Esperamos algunos minutos mientras el eco de la sirena se diluía entre la oscuridad y el silencio. Yo me levanté primero tratando de limpiar la suciedad de mi pantalón, mirándolo de manera recia. El gusano siguió deslizándose por el suelo algunos momentos. Al incorporarse, pudo leer la interrogación en mi rostro. Me aclaró, gentilmente, que a nada le temía más que a la cárcel. Prefiero que me maten en seco. Mi cara se iluminó de nuevo porque ya sabía, por Dios que sí, qué debía hacer para que Luciano, el gusano, se arrastrara entre lo más bajo de sus miserias.
De forma grosera ordenó que me adelantara hacia la Casa, en tanto él se quedaría allí vigilando algunos minutos porque ya estaba cabreado, y además porque esto me da mala espina. Sin decir más, sacó un revolver 38 corto de su chaqueta y me lo pasó sin titubear. Lo tomé sin afán y lo guardé en el bolsillo de la mía; me encaminé sin mucha prisa hacia la Casa por el corredor contrario al de Luciano y vacilé al llegar ante la puerta. En ese instante el estruendo de la sirena se escuchó con más claridad, con más fuerza. Casi de reojo vi cuando Luciano se arrojaba de nuevo al suelo y con un arma en su mano me hacía señas para que me apurara. Y yo, con infinita calma, di algunos golpes a la puerta: oí un par voces graves y un hombre de lentes oscuros y gruesos se asomó por una ventanilla. Pareció estudiarme algunos segundos, pero pareció no notar, al abrir la puerta, la frialdad de mi rostro al saludarlo; la seguridad de mi mano al empuñar el revolver dentro de la chaqueta; la tranquilidad de mi alma al dispararles; la sonrisa acerada…
Cuando Luciano, el gusano, llegó pocos minutos después a la casa buscando refugio de todas las sirenas del mundo que lo rodeaban en el frío inverosímil de aquella noche, la luz ya estaba apagada.



Hugo Fernando Bahamón Gómez

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